La molécula más bella del mundo
El atajo de Linus Pauling
La molécula más bella del mundo
La molécula más bella del mundo
Martín Bonfil Olivera
Esa mañana de 1953, luego de largas semanas de tratar infructuosamente de
resolver el problema de la estructura del ácido desoxirribonucleico, James
Watson miró casualmente una escalera de caracol, y en ese momento tuvo un
chispazo genial.
—¡Lo tengo, Francis! —exclamó—, ¡el ADN es una doble hélice en forma
de escalera de caracol!
—Tienes razón —confirmó, entusiasmado, su colega Francis Crick—, ¡son dos
cadenas enrolladas una alrededor de la otra!
Suena bonito, ¿verdad? Pero no fue así como se descubrió la estructura
de la molécula más famosa del mundo. En ciencia las cosas son siempre un poco
más complicadas, aunque también más interesantes.
¿Qué se necesita para ganar un premio Nobel? Algunos dirán que hay que
ser un genio; otros, que se requiere provocar una revolución científica, como
hizo Einstein, o bien que basta con inventar algo nunca antes visto, o
descubrir un secreto que nadie haya podido develar durante mucho tiempo.
El polémico caso del estadounidense James Dewey Watson y el inglés Francis
Harry Compton Crick parece una combinación, en partes desiguales, de todos
estos elementos. Se parece también a una historia de detectives, o al armado,
pieza por pieza, de un complicado rompecabezas. Juntos, impulsados por su
entusiasmo (y con un poco de ayuda de sus amigos), Crick y Watson descubrieron
en 1953 la estructura de doble hélice de la molécula del ácido
desoxirribonucleico (ADN).
¿Por qué tanta alharaca?
Todos sabemos lo importante que es el ADN: los genes que están en el núcleo de
cada una de nuestras células están hechos de ADN. Desde ahí controlan qué
proteínas fabrica la célula, y cuándo. Como las proteínas forman el material
del que están hechas las células, y además regulan las reacciones químicas que
se llevan a cabo ahí dentro, resulta que los genes del núcleo controlan
indirectamente todas las actividades de una célula (y por tanto, de todo ser
vivo).
Se trata de una estructura simétrica, armoniosa, que impresiona con su
mezcla de sencillez y complejidad.
Hoy, en el siglo XXI, nos encontramos con el tema de los genes a cada
paso: hablamos de enfermedades genéticas, causadas por defectos en la información
de los genes. Podemos fabricar sustancias útiles por medio de la “ingeniería
genética”, que es una forma elegante para decir que introducimos en un
organismo genes de otro. En todos lados se discuten los pros y contras de la
clonación, o producción de un organismo que contenga exactamente los mismos
genes que otro. Se habla también de los peligros y beneficios que puede
acarrear la creación de plantas y animales transgénicos (los que contienen
genes procedentes de otra especie). En pocas palabras, estamos viviendo
plenamente en la era de la genética. Sin embargo, todo esto comenzó con un
descubrimiento hecho hace medio siglo.
El 25 de abril de 1953 se publicó en la revista inglesa Nature uno de los
artículos científicos más importantes de la historia. Se titulaba “Estructura
molecular de los ácidos nucleicos. Una estructura para el ácido nucleico de
desoxirribosa”, y estaba firmado precisamente por J. D. Watson y F. H. C.
Crick. El título no parece muy emocionante, pero hizo que sus autores recibieran,
nueve años después, el premio Nobel de fisiología y medicina.
El artículo fue la culminación del trabajo de muchas personas durante varios
años. Puede considerarse que con su publicación se inició la era de la genética
moderna. Y cuando decimos “genética moderna” nos referimos a la genética
molecular: a partir del artículo de Crick y Watson pudo entenderse cómo estaban
hechas las moléculas de la herencia.
La prehistoria del
ADN
Los genes ya se conocían desde 1866, cuando el monje austriaco Gregor Mendel
publicó los resultados de sus investigaciones con chícharos, en los que
postulaba la existencia de unidades individuales de la herencia a las que
llamó, precisamente, “genes”.
A partir de entonces, y hasta 1953, los avances en la genética habían sido
hechos por medio de cuidadosas cruzas, usando animales, plantas y
microorganismos. Se necesitaron casi 80 años para que, en 1944, el médico
canadiense Oswald Avery comprobara que los genes no están hechos de proteínas,
como muchos pensaban, sino de una sustancia que el bioquímico alemán Friedrich
Miescher había descubierto en 1869. Esta sustancia se hallaba en el núcleo
celular, tenía propiedades ácidas y entre sus componentes estaba un azúcar
llamado “desoxirribosa”; por todo esto, se la conocía como ácido
desoxirribonucleico. Posteriormente se supo que se trataba de una molécula
gigantesca, o macromolécula, formada por cientos de miles de átomos (también las
proteínas y algunos otros tipos de azúcares son moléculas gigantes).
A partir del descubrimiento de Avery, la pregunta más interesante que podía hacerse un bioquímico era: ¿cómo está construida la molécula del ADN? Después de todo, tenía que ser una molécula muy especial, pues tiene dos propiedades únicas.almacenar la información genética para formar un organismo completo, ya sea una bacteria, un hombre, un pino o una ballena azul. En segundo, la propiedad más sorprendente, pues es quizá lo más fundamental para la vida: el ADN puede reproducirse, fabricar copias de sí mismo. Hasta ese momento, no se conocía ninguna molécula, por complicada que fuera, que pudiera cumplir con estos requisitos.
La molécula más bella del mundo
Armando el rompecabezas de la vida
Watson y Crick partieron del muy sensato principio de que para entender cómo
funciona algo, primero hay que saber cómo está hecho. Por ello, decidieron
concentrarse en averiguar la estructura molecular del ADN.
En 1951, cuando comenzaron a investigarlo, ya se conocía algo sobre la
estructura de la intrigante molécula. Se sabía, por ejemplo, que contenía
carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo. También se sabía que está
formada por largas cadenas de unidades llamadas nucleótidos.
La columna vertebral de la molécula está formada por fósforo (en forma de
grupos fosfato) y el azúcar desoxirribosa. De esta columna sobresalen las
llamadas bases púricas (adenina y guanina) y pirimídicas (timina y citosina).
Se pensaba que, de alguna manera, la información genética del ADN estaba
“escrita” en el orden de las bases en la molécula. Lo que no se sabía era
cuántas cadenas formaban una molécula, ni cómo se acomodaban una respecto a
otra.
Finalmente, se contaba también con un dato curioso: estudiando ADN de diversas
especies, el bioquímico austriaco Erwin Chargaff había encontrado que el
contenido de adenina era siempre igual que el de timina, y el de guanina era
igual al de citosina (aunque las proporciones de adenina + timina y guanina + citosina
variaban según el organismo de que se tratara). Nadie podía imaginar qué
significaban estas “reglas de Chargaff”, pero estaba claro que no se trataba de
una coincidencia.
Por aquel entonces, Watson era un “niño genio” de 23 años. Había obtenido su
doctorado en Chicago, donde se había especializado en ornitología (el estudio
de los pájaros). Había ido a Copenhague, Dinamarca, a estudiar genética, pero
como encontró poco estimulante el ambiente, decidió mejor ir a Cambridge,
Inglaterra, al famoso Laboratorio Cavendish, donde se aplicaba una nueva
técnica conocida como “cristalografía por difracción de rayos X” (véase
recuadro) para estudiar la estructura de moléculas biológicas, sobre todo
proteínas.
Crick, por su parte, tenía 33 años y, luego de estudiar física y trabajar en el desarrollo del radar, durante la Segunda Guerra Mundial, había ido a dar al mismo laboratorio. Se reconocía ampliamente su gran inteligencia, pero hasta el momento no había logrado obtener un éxito importante. Como la mayor parte de los científicos que trabajaban ahí, se interesaba en averiguar la estructura molecular de las proteínas.
La historia se complica
Y es aquí donde entran en escena otros dos personajes importantes de esta
historia. Así como en el Laboratorio Cavendish se aplicaba la cristalografía
por difracción de rayos X para estudiar la estructura de las proteínas, en el
King’s College, en Londres, el físico Maurice Wilkins hacía lo mismo con el
ácido desoxirribonucleico. Durante años, Wilkins había estado tratando de
obtener (e interpretar) buenas imágenes del complicado patrón que producían los
rayos X al pasar a través del ADN. Su hábil colaboradora, Rosalind Franklin,
llegada recientemente, había logrado algunas imágenes especialmente claras, y
comenzaba a estudiarlas, aunque al parecer no gustaba mucho de comunicar sus
resultados a Wilkins.
La cristalografía de rayos X
No es casual que Watson y Crick fueran a dar al Laboratorio Cavendish:
la cristalografía de rayos X, que ahí se desarrolló, era una técnica novedosa
que había permitido, por primera vez, “observar” cómo estaban acomodados los
átomos que forman una molécula.
Habitualmente, los métodos químicos habían bastado para deducir cómo tenían que
estar ordenados en el espacio los átomos en un compuesto. Pero esto sirve sólo
para moléculas simples, formadas por unos cuantos átomos; quizá unas decenas.
Para moléculas gigantes como proteínas o ácidos nucleicos se necesitaba un
método más directo.
Usar un microscopio convencional (que usa luz) no era una posibilidad: con él
pueden verse bacterias, pero los átomos son varios miles de veces más pequeños.
Incluso utilizando el microscopio electrónico, perfeccionado en 1937, las
proteínas y el ADN sólo se podían ver como manchitas borrosas.
Los rayos X, a diferencia de la luz visible y los electrones, son
ondas cuyas oscilaciones (su “longitud de onda”) son muy pequeñas. Tanto que
pueden usarse para “ver” átomos. De modo que, en teoría, podrían usarse los
rayos X, haciéndolos pasar a través de una muestra de proteínas (o ADN), para
obtener una imagen de los átomos que lo formaban.
Por desgracia, no hay lentes que puedan enfocar los rayos X, como las lentes de
cristal en un microscopio óptico enfocan la luz, o los campos magnéticos en uno
electrónico enfocan los electrones. Lo único que se podía hacer era dirigir el
haz de rayos X a través de la muestra y colocar del otro lado una placa
fotográfica, de modo que se obtenía una serie de manchas. Posteriormente,
utilizando técnicas matemáticas, podía intentar deducirse dónde tenían que
estar los átomos de las moléculas para haber desviado (difractado) los rayos X
de manera que se produjera ese patrón de manchas en particular.
Cuando Watson y Crick comenzaron a interesarse en la estructura molecular del
ADN, estaban en cierto modo entrando en el campo de estudio de los expertos
Wilkins y Franklin. Los “entrometidos” Crick y Watson no estaban
suficientemente capacitados para obtener e interpretar patrones de rayos X.
Pero en cambio, tenían ideas frescas.
Las proteínas que se estudiaban en el Cavendish, al igual que el ADN que se
estudiaba en Londres, están formadas por miles de átomos. Desentrañar su
estructura exclusivamente a partir de los datos de difracción de rayos X era un
problema mayúsculo (¡sobre todo en esa época en que no había computadoras!).
Fue por eso que Crick y Watson tuvieron que utilizar una vía corta.
El atajo de Linus Pauling
En la época en que todo esto sucedía, una personalidad célebre destacaba en el
mundo de la bioquímica y la naciente biología molecular: el estadounidense
Linus Pauling, considerado el mejor químico del mundo. Entre muchas otras
cosas, había desarrollado una teoría del enlace químico (que mantiene unidos a
los átomos), y había contribuido a consolidar la técnica de difracción de rayos
X.
Un reciente logro espectacular de Pauling había sido deducir, partiendo
únicamente de principios químicos, la forma que podían adoptar algunas
moléculas de proteína. Para lograr esto, Pauling se había auxiliado de modelos
tridimensionales construidos con bolas y varillas. Los había manipulado hasta
encontrar una configuración que no violara las reglas químicas y a la vez
pudiera explicar la estructura de las proteínas. Su modelo, conocido como
“hélice alfa” (hélice, para los químicos y matemáticos, es una estructura en
forma de escalera de caracol), fue todo un éxito. Su estabilidad se debía a la
formación de enlaces químicos débiles (llamados “puentes de hidrógeno”) entre
partes distintas de una misma cadena de proteína. Posteriormente se comprobó
(mediante difracción de rayos X, por supuesto) la existencia de la hélice alfa
en diversas proteínas.
Al considerar lo difícil que estaba resultando resolver la estructura del ADN
usando sólo la técnica de difracción de rayos X, Watson y Crick decidieron
probar el método de Pauling, y comenzaron a construir modelos —cuidando, por
supuesto, que coincidieran con los datos de rayos X que ya tenían acerca del
ADN— para tratar de encontrar estructuras posibles.
Su primer intento constaba de tres cadenas, en las que el espinazo de fosfatos
y desoxirribosas estaba en el centro, mientras que las bases se encontraban
apuntando hacia el exterior.
Pero fue un fracaso. Bastó con mostrárselo a Wilkins y Franklin, que habían
viajado desde Londres a verlo, para que señalaran que la repulsión eléctrica
entre las cargas negativas de los fosfatos, agrupados al centro, haría que la
estructura fuera muy inestable. (Curiosamente, poco antes de que Watson y Crick
dieran con la estructura correcta, Pauling mismo construyó un modelo de tres
hélices con los fosfatos en el centro. El gran químico pareció haber olvidado
por un momento los principios básicos. Quizá, si no hubiera sido así, los
nombres de Crick y Watson hubieran ido a engrosar la lista de los grandes
segundones en ciencia.)
Pero nuestros protagonistas no se dieron por vencidos. Revisaron sus conceptos
de química básica y continuaron tratando de construir un mejor modelo.
La fotografía crucial
Afortunadamente, había piezas sueltas del rompecabezas que todavía no habían
utilizado. Y una nueva pieza apareció poco después.
Las fibras de ADN con las que Wilkins había estado trabajando contenían algo de
agua, pero no mucha. Poco antes, Rosalind Franklin había obtenido otras fibras
con mayor contenido de agua. Cuando dirigió a ellas sus rayos X, el resultado
fue sorprendente: el patrón de manchas generadas por la difracción (desviación)
de los rayos al pasar cerca de los átomos del ADN era mucho más sencillo que
los que se habían obtenido hasta ese momento. Wilkins y Franklin llamaron a
esta nueva presentación del ADN “estructura B”.
Cuando Crick y Watson vieron las fotos de la estructura B, inmediatamente
supieron que tenían una segunda oportunidad de resolver correctamente la
estructura de la molécula.
Hasta ese momento, los datos no habían permitido comprobar plenamente que el
ADN tuviera forma de hélice. Pero la fotografía de la estructura B mostraba
claramente una serie de manchas en forma de cruz, lo que para los expertos era
señal inequívoca de una estructura helicoidal.
Haciendo una serie de cálculos, Watson y Crick lograron extraer más información
útil de la fotografía: averiguaron que las bases estaban agrupadas en el centro
de la molécula, igual que los escalones de una escalera de caracol, con los
“barandales” de fosfatos y desoxirribosas hacia afuera. Pudieron medir la
distancia que separaba estos “escalones”, y midieron también el diámetro de la
hélice.
Pero seguía faltando lo más importante: descubrir cómo podía acomodarse
exactamente cada átomo de las cadenas para producir las manchas que se
observaban en la fotografía de la estructura B.
Aunque todavía no era evidente cuántas cadenas formaban la hélice, Watson
decidió tratar de construir un modelo de dos cadenas. Como no contaba con
versiones a escala de las bases, recortó unas en cartulina y comenzó a probar
cómo podían acomodarse en el centro de la hélice.
Hizo un intento de acomodar las bases en pares, como los dientes de un cierre o
cremallera. Recordando la hélice alfa de Pauling, pensó que quizá las bases de
un tipo formaban puentes de hidrógeno entre sí (por ejemplo, adenina con
adenina y guanina con guanina). De este modo, los enlaces entre las bases
proporcionarían la estabilidad para unir las dos cadenas y formar una hélice
doble.
En ese momento, Watson comenzó a emocionarse. Si su idea era correcta, la
estructura del ADN podría ser más interesante de lo que él y Crick habían
supuesto en un principio: bastaría con tener una de las dos cadenas de la doble
hélice y ésta serviría como “molde” para poder construir la cadena
complementaria. Era posible que la molécula de ADN pudiera de esta manera
copiarse a sí misma, y con ello quizá podría explicarse la base de la herencia
biológica.
Sin embargo, había un problema: como las bases púricas (adenina y guanina) son
más grandes que las pirimídicas (timina y citosina), el ancho de la doble
hélice variaba según el tipo de bases que se presentaran: cuando eran dos
púricas, la hélice era demasiado ancha, y demasiado delgada con dos
pirimídicas. Sin embargo, la solución estaba al alcance de la mano. El 28 de
febrero, Watson y Crick pudieron anunciar, orgullosamente, que “habían
descubierto el secreto de la vida”.
La molécula más bella del mundo
Quizá la característica más impresionante de la molécula de ADN es su belleza.
Se trata de una estructura simétrica, armoniosa, que impresiona con su mezcla
de sencillez y complejidad. Cuando Crick y Watson la observaron por primera
vez, pensaron, entusiasmados que “una estructura tan bonita tenía, por fuerza,
que existir”.
Pero la belleza de la molécula no se halla sólo en su forma: también radica en
la casi increíble simplicidad con que se reproduce a sí misma, conservando el
orden de sus bases —la información genética— a lo largo de millones de
generaciones.
Cuando Watson, jugando con sus modelos, se topó con la idea fallida de la unión
entre bases iguales, faltaban sólo unos pocos ajustes para dar con la
estructura correcta. En poco tiempo se dio cuenta de que también podían
formarse otro tipo de pares unidos por puentes de hidrógeno, esta vez uniendo
una base púrica con una pirimídica: la adenina podía unirse perfectamente sólo
con la timina, y la guanina sólo con la citosina.
Inmediatamente se lo comunicó a Crick, quien verificó que con los nuevos pares
de bases podía construirse una hélice estable. También se dieron cuenta de que
esta nueva configuración resolvía el problema del ancho de la molécula (ahora
todos los “escalones” de la escalera de caracol eran del mismo ancho, formados
por una base grande y otra pequeña). Y por si fuera poco, seguía permitiendo
que una cadena sirviera como molde para construir la otra. Sólo que ahora, en
vez de que el orden de las bases fuera idéntico, las dos cadenas eran
complementarias (véase recuadro).
La complementariedad de bases
Las cuatro bases nitrogenadas que están presentes en el ADN pueden formar dos pares, unidos por enlaces químicos débiles llamados “puentes de hidrógeno” (representados en la figura como líneas punteadas). De este modo se mantienen unidas las dos cadenas que forman la doble hélice.
Debido a su forma, la adenina sólo puede unirse con la timina, y la citosina con la guanina. Esta especificidad hace que baste conocer el orden de las bases de una de las cadenas para poder construir la cadena complementaria que se unirá a ella.
Hoy se sabe que cuando el ADN se duplica dentro de la células, sus dos cadenas se desenrollan y se separan, y se construyen dos nuevas cadenas utilizando como moldes las originales. El resultado son dos nuevas dobles hélices, cada una formada por una cadena nueva y otra vieja, que contienen exactamente la misma información genética.
Pero había algo más importante todavía: la
nueva estructura explicaba, en forma totalmente natural, las extrañas reglas de
Chargaff: ahora estaba claro por qué la cantidad de adenina en cualquier
molécula de ADN tenía que ser igual a la de timina, y la de guanina a la de
citosina. Las piezas sobrantes del rompecabezas finalmente habían caído en su
lugar.
A partir de ese momento, la ruta fue directa. El modelo de la doble hélice fue
comprobado ampliamente en los años siguientes, y abrió nuevas y prometedoras
vías de investigación. Nueve años después, en 1962, James Watson, Francis Crick
y Maurice Wilkins recibieron el premio Nobel de fisiología o medicina por su
descubrimiento. Rosalind Franklin había muerto en 1958.
Francis Crick y James Watson con su modelo del ADN, en el Laboratorio Cavendish. Con base en conocimientos de química y datos físicos obtenidos por Franklin y Wilkins, Watson y Crick pudieron desentrañar el más profundo secreto de la biología. El resultado fue de una simplicidad admirable. Al igual que el físico Fritz Houtermans, quien en 1929 fue el primero en desentrañar la cadena de reacciones nucleares que hacen que el Sol brille, Crick y Watson pudieron enorgullecerse de ser los primeros en deslumbrarse con la belleza de la doble hélice, situada en el núcleo mismo de la vida. Desde entonces, y hasta llegar a la actual era de la genética, la perfección de esta molécula sigue fascinando a quienes la conocemos. Entender la doble hélice, puente entre la química y la biología, es admirarla.
Martín Bonfil Olivera es químico farmacéutico biólogo y divulgador de la ciencia. Trabaja en la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM. Colabora con diversas publicaciones y escribe la columna mensual “Ojo de mosca” en ¿Cómo ves?